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martes, 7 de mayo de 2013

[Relato LibrosVeo] "Sola en esta lluvia".


El día más triste de su vida llovía. Lo recordaría siempre. En ese día perdido de octubre, sentía de algún modo que el mundo se había reducido a aquella habitación, esa cama donde descansaba su padre intentando aferrarse a lo que quedaba de realidad, su silla, y la ventana que daba al resto del mundo. Un mundo que parecía haber dejado de existir. Un mundo en el que llovía.
Sin embargo, las gotas parecían ser lo único vivo en esos momentos. Ajenas a todo y a la vez siendo en su mente las protagonistas. Prefería perderse en ellas, que caían sinuosas por el cristal igual que, de haberlas dejado, habrían resbalado las lágrimas por sus mejillas. Prefería abstraerse del mundo real, del dolor. Centrarse en la lluvia. Pero las garras de la cruel realidad siempre la llevaban de vuelta a esa habitación donde su padre, ante su resignada y ausente presencia, se moría.
Ella le miraba sin verle, como si ya se hubiese convertido en el reflejo del recuerdo que iba a ser. Se forzaba a retirar la mirada para así no llorar, pero de alguna manera necesitaba verle, a él, lo único que le quedaba en ese mundo que había fuera de esa habitación en la que aún estaban los dos. Su padre. El único que nunca la dejaba sola en la lluvia. Y eso iba a dejar de ser así.
Cada vez estaba más lejos. Ella intentaba mirar al cristal, viendo como se le escapaba la vida con cada gota que caía. Y entonces se fue. Dejándola sola en esa lluvia.

Desde ese día, la melancolía había reinado en su vida. La soledad. Las lágrimas. Durante mucho tiempo, todo se basó en cristales mojados y ojos empañados. Cada año, ese mismo día de octubre, llovía. Nunca dejó de hacerlo. Y ella se sentaba siempre delante de la ventana y se ponía a recordar, volvía a ese momento, volvía a su padre.
Se sentía como una niña pequeña, como cuando tenía siete años y él la encontraba pegada al cristal en esas tardes de tormenta, triste, casi llorando. Y nunca por una razón. Era simplemente que ese clima le daba soledad, tristeza, y siempre lo había hecho. Y por eso también su padre se había sentado cada una de esas tardes con ella a pasar el momento en silencio, con cariño, haciéndola ver que no pasaba nada y no había razones para estar así. Y siempre diciéndole la misma frase que jamás olvidaría y era lo que le ayudaba a seguir: “No estés sola en esta lluvia”.
Cada palabra de ese recuerdo rebotaba ese día de octubre, cinco años después, en las gotas que caían del cielo. Sumiéndola en su característico estado de ausencia, con la mirada perdida en el cristal y en los recuerdos que su mente reflejaba en él. Una habitación triste, vacía, con la persona más importante de su vida yéndose a momentos y dejándola sola. Recordaba jugar con su padre a averiguar cosas de pequeña, y como él siempre decía “veo una niña preciosa que lo es más cuando llueve… y sonríe”.  Recordaba sonreír cada vez que él decía eso. Recordaba sentir su mano cogiendo la suya ya sin fuerzas, pero intentando aún decirla como siempre hacía, que no estaba sola en esa lluvia. Con él, nunca lo estaba. Pero él se había ido. Ya era sólo recuerdos, y su recuerdo era lo único que le daba compañía en esos momentos. De repente sintió de nuevo su mano, como si él estuviese allí otra vez. La mano que agarraba la de ella antes de irse para siempre, la mano que se le posaba en el hombro cuando era pequeña para acompañarla en las tormentas. Y lo entendió. Entendió que él había querido decirle que no se iba, que seguía allí de alguna manera. Que jamás estaría sola. Que jamás lo había estado. Que él estaba con ella. Que él estaba en la lluvia.